by Heidi Regier Kreider, WDC Conference Minister
The upcoming celebration of Pentecost (May 31) invites us to reflect on Acts 1-2 and Jesus’ promise, “You will receive power when the Holy Spirit has come upon you, and you will be my witnesses in Jerusalem, in all Judea and Samaria and to the ends of the earth.” Normally, what catches my attention in this story is the dramatic signs of wind and fire signaling the Holy Spirit’s presence. But now – several months into the coronavirus pandemic and social distancing – what I notice in this story is all the gatherings that take place: Acts 1:12-13 says that after Jesus’ ascension, his followers returned to Jerusalem and “went to the room upstairs where they were staying,” and it names the eleven remaining disciples who were present. Then, Acts 1:15 says that “in those days Peter stood up among the believers (together the crowd numbered about one hundred twenty persons)” and he spoke to them. In Acts 2:1-6, “When the day of Pentecost had come, they were all together in one place. And suddenly from heaven there came a sound like the rush of a violent wind, and it filled the entire house where they were sitting. Divided tongues, as of fire, appeared among them, and a tongue rested on each of them. All of them were filled with the Holy Spirit and began to speak in other languages, as the Spirit gave them ability. Now there were devout Jews from every nation under heaven living in Jerusalem. And at this sound the crowd gathered and was bewildered, because each one heard them speaking in the native language of each.”
Each gathering was larger – from 11 disciples, to 120 Jesus-followers, to an unnumbered crowd of curious seekers! Several months ago these details may not have seemed unusual. We took it for granted that we could gather together in one place to hear the natural voices of preaching, prayer and singing together, to shake hands and offer hugs, to break bread and pass the cup together, to send an offering basket down the pew, to feel the water of baptism and the laying-on of hands.
Indeed, Christian faith and worship is incarnational, embodied. Jesus, the Word of God became flesh and dwelt among us. The Church is now the body of Christ in the world, animated by the breath of God’s Spirit. “Church” is not just an idea to talk about, information to know, or a video to watch. It is a community of living, breathing, touching, eating, working people. We sense the presence of God, our fellow human beings, and the rest of God’s creation through smell, touch and taste, sight and sound (…not all of which can be mediated electronically, despite the wonders of technology).
As we continue to live with social distancing and precautions due to coronavirus, I realize again what a tremendous gift and blessing it is to be “together in one place.” I am thankful for the foundation of togetherness that we do have – the prior relationships, experiences, stories and traditions that ground us in the incarnational reality of being the Church. I grieve that we are not able to fully share all the rich dimensions of that right now. I lament that for some in our society, conversations about “reopening” and resuming church gatherings have become politicized and polarized, reduced to a controversy about legal rights, regulations and who is right.
The good news of Pentecost is that the power of God’s Spirit – like fire and wind – transcends our physical barriers, social distance and petty politics. It blows across cultural differences and geographic distance, it burns through economic and racial inequities; it links us to those we know and love, and it also invites new connections we had never imagined before. Even as we long to gather again, may the Spirit empower us for new ways of sharing the living Word of God and being the Body of Christ in today’s world.
——————-
Pentecostés
La próxima celebración de Pentecostés (el 31 de mayo) nos invita a reflexionar sobre Hechos 1-2 y la promesa de Jesús, “recibiréis poder cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros; y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.”
Normalmente, lo que me llama la atención en esta historia son los signos dramáticos de viento y fuego que indican la presencia del Espíritu Santo. Pero ahora, varios meses después de la pandemia de coronavirus y el distanciamiento social, lo que noto en esta historia son todas las reuniones que tienen lugar: Hechos 1: 12-13 dice que después de la ascensión de Jesús, sus seguidores regresaron a Jerusalén y “subieron al aposento alto donde estaban hospedados”, y nombra a los once discípulos restantes que estaban presentes. Luego, Hechos 1:15 dice que “Por aquel tiempo Pedro se puso de pie en medio de los hermanos (un grupo como de ciento veinte personas estaba reunido allí)”, y les habló. En Hechos 2: 1-6, “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa donde estaban sentados, y se les aparecieron lenguas como de fuego que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba habilidad para expresarse. Y había judíos que moraban en Jerusalén, hombres piadosos, procedentes de todas las naciones bajo el cielo. Y al ocurrir este estruendo, la multitud se juntó; y estaban desconcertados porque cada uno los oía hablar en su propia lengua.”
¡Cada reunión fue más grande, desde 11 discípulos, hasta 120 seguidores de Jesús, hasta una multitud innumerable de buscadores curiosos! Hace varios meses, estos detalles pueden no haber parecido inusuales. Dimos por sentado que podíamos reunirnos en un solo lugar para escuchar las voces naturales de la prédica, la oración y el canto, para estrechar las manos y ofrecer abrazos, para partir el pan y pasar la copa juntos, para enviar una canasta de ofrendas por las filas, para sentir el agua del bautismo y la imposición de manos.
De hecho, la fe y el culto de los cristianos son encarnados. Jesús, la Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. La Iglesia es ahora el cuerpo de Cristo en el mundo, animada por el aliento del Espíritu de Dios. “Iglesia” no es solo una idea sobre la cual hablamos, información para conocer o un video para ver. Es una comunidad de personas que viven, respiran, tocan, comen y trabajan. Percibimos la presencia de Dios, nuestros semejantes y el resto de la creación de Dios a través del olfato, el tacto y el gusto, la vista y el sonido (… no todo puede ser mediado electrónicamente, a pesar de las maravillas de la tecnología).
Mientras seguimos viviendo con distanciamiento social y precauciones debido al coronavirus, me doy cuenta de nuevo de qué tan grande es el regalo y la bendición de estar “juntos en un solo lugar”. Estoy agradecida por la base de la unión que tenemos: las relaciones, las experiencias, las historias y las tradiciones previas que nos fundamentan en la realidad encarnada de ser la Iglesia. Lamento que no podamos compartir completamente todas las ricas dimensiones de eso en este momento. Lamento que, para algunos en nuestra sociedad, las conversaciones sobre la “reapertura” y la reanudación de las reuniones de la iglesia se hayan politizado y polarizado, reducido a una controversia sobre los derechos legales, las regulaciones y la superioridad moral.
Las buenas nuevas de Pentecostés es que el poder del Espíritu de Dios – como el fuego y el viento – trasciende nuestras barreras físicas, la distancia social y la política insignificante. Atraviesa las diferencias culturales y la distancia geográfica, quema las desigualdades económicas y raciales; nos une a aquellos que conocemos y amamos, y también invita a nuevas conexiones que nunca antes habíamos imaginado. Aun cuando anhelamos reunirnos nuevamente, que el Espíritu nos permita formas nuevas de compartir la Palabra viva de Dios y ser el Cuerpo de Cristo en el mundo de hoy.